viernes, 28 de junio de 2013

Del loco que era algo más que eso 2/2

   Saludos, mi apreciado e ingenuo compañero. Mi nombre, aunque es cierto que podría decírtelo, no es relevante. Quiero dejar claro que esta carta no está motivada por la importancia que pueda tener para mí que alguien me juzgue, que es bien poca, sino para despedirme de ti, pues no volveré aquí. Si te he llamado ingenuo es porque, durante doce inviernos, y desde el primer miércoles en que apareciste, he visto que me señalabas, me llamabas, o incluso te reías de mí. Bien, si mi carta tiene algún objetivo que no sea el de despedirme, ése es aclarar qué es lo que, durante tantos años, cada miércoles, me veías repetir incansablemente. Puede que no lo hayas notado en mi cara, o en la forma en que me muevo, pero ya soy viejo, y estoy cansado. Debo contar mi historia antes de morir, pues creo que ninguna historia debería perderse en el tiempo. Comienzo, pues.
   Hace años, muchos años, yo amaba a una mujer. Se llamaba Helena, y ella me amaba a mí también. Si alguna vez has estado enamorado lo entenderás. Habría dado la vida por mí, y yo por ella. Pero no tuve la oportunidad. Un miércoles, un veintiséis de junio cualquiera, acordamos vernos en ese lugar en el que tú me ves cada miércoles. Para qué aburrirte con detalles que deben quedar entre ella y yo... El caso es que fue una tarde maravillosa, la última que pasé con ella. Pero ocurrió algo. Cuando nos íbamos a despedir, y no sé cómo ni por qué, discutimos. Y cuando se marchó, lo hizo en bicicleta, y enfadada. Aquella es la última imagen que tengo de ella. De camino a casa, la atropellaron. Murió por mi culpa, ¿lo entiendes?
   Desde aquel día, yo represento la función sin ella, y su papel está en blanco. Esa es mi historia, la de un pobre diablo que vive anclado en el pasado.

Del loco que era algo más que eso 1/2

   Una vez, hace mucho tiempo, mi trabajo me impidió salir a dar mi paseo de los martes, así que, para no faltar a la costumbre del paseo semanal, decidí que pasearía al día siguiente, un miércoles. Por aquel entonces, yo daba mis paseos por el cauce antiguo del ya seco río de mi ciudad natal, de la que más tarde emigré. Bien, motivado por el hecho de estar cambiando algo significativo en mi rutina, cambié también la dirección que tomarían mis pasos. Aquel día caminé río arriba, y tras un rato de andar por el tramo que estaba descubriendo, me paré cerca de una pequeña colina, porque vi a un loco. Nunca había tenido la oportunidad de ver a ninguno; al menos, en la vida real, y me sorprendió que anduviera solo.
   Tenía una vieja mochila a su lado, en el suelo, y agitaba los brazos sin dejar de mirar a la parte superior del muro que tenía delante. Como si esperara algo. Como si, de repente, algo o alguien fuera a caer en sus brazos. En verdad se creía que tal cosa iba a pasar. Daba lástima. Más tarde, y tras un rato de hacer aspavientos y prometer a puro grito que lo iba a recoger, fuera lo que fuese, lo recogió. Durante un momento, pensé que podría estar ensayando, pero entonces se giró, y vi que tenía los ojos llorosos, y la mirada perdida. Después, entre risas, bajó la colina rodando de lado y se sentó en la hierba. Vovía a reír, hablando en voz alta, ignorando las lágrimas que corrían por su cara, como si no fueran suyas.
   Se levantó, y yo, llevado por una intensa curiosidad, lo seguí. Andé detrás de él unos minutos, y mi pequeño esfuerzo se vio recompensado cuendo se tiró en la hierba. Sacó unos papeles de su gastado macuto para enseñárselos a su imaginario compañero, señalándolos y comentando. Sí, estaba manteniendo una conversación. Esperé más de lo que debería haberlo hecho, y al final se levantó y se fue, dando el aspecto de una persona normal.
   Me fui a casa, sin dejar de reflexionar sobre el tema. El miércoles siguiente me pudo el ansia de saber más, por lo que volví a presentarme en el lugar. Y allí estaba él, repitiendo exactamente lo mismo. La misma mochila, la misma mirada.
   Y así, miércoles tras miércoles, sin faltar ni un sólo día a mi cita, iba a ver al loco, al que apenas parecía importarle mi presencia, o mi mera existencia.
   Acabé aprendiendo de él. Aprendí perseverancia. Hiciera el tiempo que hiciera, él se personaba allí y representaba su función. Durante doce años (tiempo en el que, dicho sea de paso, ambos envejecimos), vi a mi loco hacer sus locuras, tratando de encontrarles algún sentido. Llegué a la conclusión de que su propósito debía ser algo inmensamente importante para él, si es que existía tal propósito.
   Recuerdo bien el último día. El loco, ya mayor, representó la función una vez más, y al acabar, en lugar de salir corriendo, se me acercó, y dirigiéndome una mirada completamente lúcida, depositó en mis manos una carta escrita de su puño y letra. Jamás volví a dudar de la cordura de aquel hombre.

domingo, 2 de junio de 2013

R. I. P.


 
  Yace aquí el corazón de un joven muerto en vida, que decidió enterrar su amor para no sufrir; matar sus sueños para no volver a despertar jamás; que cortó sus alas por miedo a volar. Yace solo; pues no se encontró a nadie que quisiera acogerlo.
   La joven que se atreva a sacarlo de su negro sudario deberá amarlo como nunca haya amado a nadie antes, pues se convertirá en lo único que le ancle a la vida, siendo la luz que le guíe en las tinieblas; y su agua cuando esté sediento; y su bastón cuando las piernas le fallen. Será ella la que introduzca este difunto corazón en el lugar que antaño ocupó, y será ella la que lo haga latir de nuevo.
   Hasta entonces podréis, incautos viajeros, contemplar esta hermosa lápida que lo protege de los peligros del amor.