sábado, 26 de octubre de 2013

Nocturna

   Era ya de noche. Caminamos varias horas, extendimos las esterillas y nos tumbamos. Cenamos, y nos fuimos a dormir. Mientras todos se daban las buenas noches, ella y yo nos mirábamos, hablando en voz baja, como quien guarda un secreto. Me pidió que, si se dormía, la despertara cuando pudiera ver la Luna, que aquella noche estaba llena. Al cabo de un poco, se durmió. La dejé descansar.
   Entonces, algo cambió. La miré; la Luna estaba sobre nosotros. Fue como verla por primera vez. Su rostro, iluminado por la luz pálida y mortecina, carecía de defectos. Su expresión estaba dotada de una calma que cortaba la respiración. Alcé la mano y, con mucho cuidado, acaricié el puente de su nariz. Rocé sus mejillas, suaves como las de un bebé, y repasé con mis dedos el terreno desconocido que eran sus labios. Le recoloqué un mechón de pelo que había caído de pronto en su frente, y cumplí mi parte del acuerdo. Ella murmuró algo acerca de lo bonita que estaba la Luna. No se daba cuenta de que lo más hermoso de todo aquel paisaje era ella misma. Susurré en su oído que la quería, y ella contestó que también.
   Vi cómo volvía a su  sueño, y así me quedé; contemplándola hasta que el mismo que se la había llevado a ella me llevó a mí consigo.

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