viernes, 29 de noviembre de 2013

La mentira

   Mentir. Un verbo como otro cualquiera. Eso sí, uno irregular. Miento, mientes, miente. Mentimos, mentís, mienten.
   Todo el mundo miente alguna vez. Y si alguien dice que no, ya está mintiendo. Hay mentiras inofensivas, engaños, estafas como catedrales. Debes saber que te van a mentir. Puede que sea una mentirijilla piadosa, una broma, o una puñalada trapera, pero en cualquier caso lo harán. Alguien podría hacerlo por miedo a las consecuencias que traería la verdad. O por vergüenza de que averigües algo íntimo. Pueden mentirte para hacerte daño deliberadamente. O para someterte, controlarte, dejarte indefenso.
   Dicho todo esto, y desde mi punto de vista, las mentiras son algo de lo más útil. Si eres un poco avispado, puedes tejer mentiras inusualmente hermosas. Por su forma, por su fondo, o por la versatilidad que tengan. Se suele decir, además, que una mentira sencilla es preferible a una compleja, en la que te acabas enredando tú mismo. Bueno, todo depende de tu habilidad para ello. Una mentira intrincada, pero creíble (la credibilidad es el pilar básico de las mentiras), que haya sido estudiada antes de la puesta en práctica, servirá para tus malvados propósitos y se aguantará firme.
   En resumen; mentir de forma ocasional y con moderación es productivo y saludable. Eso sí, con cuidado, que no te cojan.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Mi papá

   Mi papá trabaja en un colegio. Su trabajo es el más importante de todos. Como trabaja cuando es de noche, puede estar todo el día conmigo y con mi hermano. Nos cuida mucho, y también quiere mucho a mamá. Cuando todos los profes se han ido, mi papá va al cole y mira en todas las clases, y si hay alguna luz encendida, mi papá la apaga. Cuando acaba, siempre cierra con llave. Él dice que eso es muy importante.
   Muchos días  nos lleva a nuestro cole en su coche, que es amarillo y muy grande. Cuando le preguntamos cuánto dinero gana, él dice que no mucho, pero yo sé que es rico, porque todos los meses nos trae un juguete nuevo. A veces, si papá está triste, mamá le da un beso, y eso le pone muy contento. Papá juega a las peleas con nosotros, y nos tira al aire súper alto, pero siempre nos recoge.
   También toca la guitarra, y a veces toca delante de nosotros. Una vez mamá lloró, pero creo que no estaba triste. Papá no tiene cosquillas, porque dice que de pequeñito se las quitaron. Pero yo eso no me lo creo. Mi papá tampoco llora, porque es un superhéroe, y los superhéroes no lloran nunca. Es valiente como un león y fuerte como un oso.

   Mi papá se ríe mucho y es muy feliz.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Pequeño pasaje de acción introspectiva

   J se encontraba sumido en una corriente de pensamientos particularmente enrevesada, cuando descubrió un pensamiento que bajo ningún concepto debería haber estado ahí. J se preocupó, por supuesto, porque no podía dejar que su mente se descontrolara. Así que miró dentro de sí mismo, y encontró un elemento erróneo, sobrante, equivocado.
   J, meticuloso y detallista, para acabar con ese puntual desatino de su razonamiento lógico, siguió el hilo de pequeños acontecimientos que hasta entoces le habían pasado inadvertidos, y encontró la causa, la fuente del fallo. J comprendió lo que había ocurrido dentro de él, pero al mismo tiempo a sus espaldas, y vio que era necesario cortarlo de raíz para que no volviera a ocasionar ningún problema.
   Erradicó toda esa cadena de minucias que desembocaban en una idea de lo más inapropiada, borrando todo rastro de que alguna vez existió. J continuó pensando, corrigiendo el desviado rumbo que había sido creado por una diminuta pero significativa esperanza.

martes, 26 de noviembre de 2013

La fragua de sueños

   Cuenta la leyenda que, allá arriba, en la dama del cielo nocturno, hay un templo, habitado por un solitario dios sin nombre. 
   El templo es una fragua, construida por él y para él. Él no es otro que el forjador de sueños. Recoge polvo lunar, lo muele hasta hacerlo muy fino y luego lo lleva a su horno. Allí, sobre un yunque de diamante, lo amasa, mezclándolo con pizcas de los cuatro elementos. Sus hábiles manos dan forma, luz y color a todo aquello que soñamos cada noche. Él conoce nuestros secretos más profundos, y es así como cada sueño, cada pesadilla incluso, está hecho a nuestra medida. Los crea, los trabaja con suavidad para hacerlos perfectos; cada sueño es único, y su valor es incalculable. Por último, una vez moldeados, los pule tanto como haga falta con infinita paciencia. Cuando cae la noche, abre las puertas de su santuario de par en par, susurrándole a cada una de esas pequeñas obras dónde dormita su dueño.
   Y parten en nuestra búsqueda a lomos de estrellas fugaces, huyendo del amanecer.

lunes, 25 de noviembre de 2013

El nombre de la historia III

   Desperté, esta vez sí, con todas las de la ley, jadeando y sudado. Me picaban los ojos como si de verdad hubiera estado entre la humareda. Me erguí y bajé de golpe, con una mueca de dolor. La pierna. Traté de serenarme, pensando que todo estaría mejor. A medida que me calmaba, se fue instalando en mi pecho la sensación de vacío y pérdida que ya me era conocida. Quise volver al sueño pero, por más fuerte que cerré los ojos, no conseguí dormir. Entonces apareció el médico. Se le marcaban las ojeras tras las gafas de montura metálica, pero su cara estaba dotada de una expresión de completa alerta.
 -Vaya, no has dormido bien, ¿verdad?
 -Hola.- Mi voz sonaba ronca.- Digamos,- empecé, forzándome a utilizar mi humor negro- que me he levantado con el pie izquierdo.-Señalé la pierna que me tenía confinado en aquella habitación.- Bien, ¿pasa algo?
 -Lo cierto es que sí. Además de tu preocupante recaída en el sueño, ha ocurrido algo. Ayer, en la hora de visitas, la cámara grabó a una chica.-El corazón me empezó a latir con fuerza, mi cerebro trabajaba a toda velocidad.- Tenía el pelo largo, muy oscuro. Media altura. No sabemos qué quería. De alguna forma averiguó dónde estabas y se coló aquí. Después de mirarte largo rato desde la puerta, entró, te habló al oído, hizo algo en tu mano y se marchó como alma que lleva al diablo. No despertabas y, en cuanto a tu mano, estaba rígida. No sabemos qué pensar, la verdad-; esperó unos segundos, como invitándome a decirle lo que supiera. Pero no lo hice.- Ahora me voy, imagino que tendrás que ordenar tus ideas.
 -Doctor,- dije antes de que se marchara- ¿puedo pedirle un favor?
 -¿De qué se trata?
 -Si esa chica vuelve... No la detengan. Es importante.
   Titubeó unos segundos, su cara de pronto asaltada por una especie de nerviosismo.
 -Bien, haré lo que pueda. Ya te dejo.
   No le di mayor importancia a su forma de actuar y, cuando se hubo ido, apreté la mano, estrujando algo. Recostándome de lado, acerqué la mano y la abrí, dejando caer ese algo entre las sábanas.
   Era un colgante. Una cadena plateada con una tuerca. No había cierre.

   Tan sólo una cadena. Con una tuerca. Sin cierre.

sábado, 9 de noviembre de 2013

After it

Dirigido a quien pueda interesar:

   Y después de todo, no me queda nada. Sólo mis manos vacías y mi corazón roto; te escurriste como arena entre mis dedos, te colaste en mis venas y me hiciste un agujero para salir.
   Una vez más me enamoré, dejé que alguien me llenara con su esencia. Permití que lo fueras todo para mí. Me dejaste soñar con lo que podría ser, y para ti construí castillos de naipes que ahora se desmoronan.
   Cuando nos separamos, te pregunté si era el final, si era así como acababa todo. Me dijiste que no, y yo te creí. Eran otros tiempos. Yo reía y cantaba, y tú eras feliz a mi lado.
   Ahora me golpeas y me dices que olvide lo dicho, que no importa, que hagamos borrón y cuenta nueva. Y también ahora, todos mis pensamientos susurran tu nombre y del agujero en mi pecho rezuma una sangre envenenada; envenenada porque es una sangre que ama, es una sangre que recuerda y es una sangre que sufre.
   Pero, ¿dónde quedará lo que compartimos, lo que vivimos juntos, lo que nos unía de forma inseparable? Todo lo que te dije, y todo lo que me dijiste, se diluirá en tu memoria como una pizca de sal en una copa de cristal, pero permanecerá grabado en la mía como las marcas que no dejan a la roca olvidar los martillazos recibidos.
   ¿Y qué voy a hacer? No me tiraré al suelo a llorar; no veré la vida pasar. Me subiré a otro barco, me lanzaré a otra aventura y esperaré que la suerte me sonría. De una vez.

sábado, 2 de noviembre de 2013

La caja de Pandora

   En un tiempo increíblemente lejano, en los orígenes de la humanidad, el titán Prometeo robó el secreto del fuego a los dioses olímpicos y lo dió a los humanos, instalándose entre ellos con su hermano.
   Los dioses, enfurecidos, decidieron castigar a Prometeo dañando a la humanidad, pues Prometeo amaba a los hombres y las mujeres. En aquel tiempo, no había mal alguno en la Tierra, ya que todos estaban sellados en una caja. Zeus hizo que Hefesto moldeara en barro a una mujer, a la que Afrodita dio belleza; Atenea, sabiduría, y Hermes, dios de los viajeros y los ladrones, curiosidad. Se la enviaron a Epimeteo, hermano de Prometeo, junto con la caja que contenía todos los males y desgracias. Una mujer de grandes cualidades, junto con el objeto más peligroso de cuantos existían.
   Y la llamaron Pandora.
   Epimeteo la acogió en su casa, prohibiéndole abrir la caja. Pero ese no era el plan de los dioses, que habían dotado de una terrible y fatídica curiosidad a Pandora. Así que un día, estando sola, no pudo evitar romper el sello para saber qué ocultaba.
   Cuando abrió la caja, sufrimiento, dolor, hambre y enfermedad escaparon en todas direcciones, repartiéndose por el mundo. Pandora, asustada, cerró rápidamente la caja para intentar remediar lo que había hecho, pero sólo pudo retener una de las cosas, lo único bueno que allí había, y que todavía perdura en el corazón de los hombres.
   La esperanza.

Aromas mates

   Subí el primer escalón de forma silenciosa, escondiéndome entre la algarabía de los demás ruidos.
   Tenía delante a mi objetivo, el profesor de matemáticas. Por fin podía analizarlo a placer. Hasta ese momento lo había estudiado con la vista y el oído. La oscura, ceñida chaqueta de tweed que siempre llevaba, sus pantalones algo holgados y su voz cascada por los años y la bebida me habían contado más de él de lo que había averiguado por otros medios. Pero allí, subiendo las escaleras de pausadamente, a escasos centímetros de mí, estaba expuesto a que le oliera. El olor de una persona te puede decir mucho sobre ella. Así que le olí.
   Pude distinguir claramente dos olores: el del cuero, que confirmaba mis sospechas sobre el material de su chaleco nuevo, que vestía bajo la chaqueta, y el del pastel de su almuerzo, el cual contribuía a la parcial información sobre sus gustos. Pero había algo mas. Un movimiento de su brazo, un giro en la escalera y un tropiezo casual me permitieron ver una taza agarrada entre sus dedos, sudorosos y algo manchados. ¿Té? ¿Café? Aspiré de nuevo. Allí estaba. Chocolate. Ya lo tenía, eso era lo que tomaba a todas horas.
   Presumido, goloso y poco cuidadoso con su imagen.
   Perdido en mis ensoñaciones, lo vi marcharse. Corrí tras él. Llegaba tarde otra vez.

Verja

   Y entonces, con pasos temblorosos, pero sin dejar de avanzar, llegarás a la verja.
   Te apoyarás en ella; rodearás los gélidos barrotes con tus dedos entumecidos. Mientras la fina lluvia te baña la cara, mirarás al cielo. Y, conteniendo las lágrimas, serás testigo de su altura. Y gritarás. Preferirás estar estrellando tus puños contra un muro; las verjas son crueles. Podrás ver tu destino, tu descanso, a un centenar de metros, pero no podrás alcanzarlo.
   Tan cerca... y tan lejos. Tratarás de sacudirla; no se moverá. Y en ese momento, aunque sepas que no lo lograrás, intentarás escalarla. Pondrás tu mejor cara de determinación, y subirás. Uno, dos, tres metros. Resbalarás. Darás con tus huesos en el suelo, en la tierra mojada. Lo intentarás otra vez. Y cuando te duelan las manos, cuando no te veas capaz de escalar, te tirarás de rodillas en el suelo. Y tratarás de cavar, pero todos tus esfuerzos serán en vano. Odiarás cada centímetro del metal que tienes delante. Cada poste y cada barrote. Lo odiarás con todo tu ser.
   No podrás llegar a tu destino, y no habrá descanso para ti. Tu esperanza habrá muerto.
   Y entonces, y solo entonces, será tu fin.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Jugar al ahorcado

   Ya estaba todo listo. El soporte en el techo (le había llevado días colocarlo y asegurarlo), la silla desde la que se dejaría caer (en a que él siempre se sentaba), la soga que habría de acabar con su vida (en un extremo el lazo, en el otro la pata de un pesado armario) y el gas de la risa (le había llevado semanas y dinero conseguirlo). Siempre quiso probar el gas de la risa antes de morir.
   Miró hacia la ventana. Hacía un día perfecto para despedirse. Después miró el pequeño montón de cartas en su escritorio, escritas a todo aquel a quien quisiera decirle algo relevante con calma. "No recuerdes por qué lo haces. No te pongas sentimental. No te eches atrás ahora", se recordó a sí mismo. Empezó a tararear una alegre melodía mientras hacía los últimos preparativos, dejándolo todo limpio y ordenado, con la puerta entreabierta para que, quienquiera que descubriera lo ocurrido, no tuviera problemas al entrar. Se había planteado llamar a los servicios de emergencia, pero al final decidió no hacerlo, por dos razones. Por deferencia con la persona que tuviera que escuchar sus últimos estertores y, sólo por si acaso, por si le convencían de no hacerlo.
   Volvió a mirar por la ventana. Era el momento. Extendió las cartas para que se vieran bien los destinatarios, y colocó el cartel con la frase: "Coge la tuya. Si quieres." "Éxito rotundo", pensó. No había dejado ningún cabo suelto. Rememoró el desayuno, digno de un rey, que había tomado aquella mañana temprano. Se plantó frente a la silla. Subió con el bote de gas en la mano. Rezó una corta oración mientras introducía la cabeza a través de la lazada; notaba la cuerda áspera en torno al cuello, rozándole la piel.
   Cerró los ojos.
   Abrió el gas.
   Se dejó caer.

Reflejo

   Y ahí está.
   Una figura en el cristal, frente a mí. Una sombra sin cara. Un extraño. Es corpulento, la forma de su pelo se parece a la del mío, sus manos cuelgan en idéntica posición a la propia. Pero no puedo ser yo. No puede ser mi imagen. Yo no soy ése. Los míos no son los oscuros ojos que me devuelven la mirada desde su sombrío rostro.
   Entonces, ¿quién es? ¿Acaso una copia de mí mismo? ¿Pretende suplantarme? ¿O sólo atormentarme? Su respiración lleva el mismo compás que la mía; un escalofrío me recorre la espalda. Decido hacer algo y alargo un brazo. Impasible, e imitando mis movimientos, extiende también su brazo. Cuando ambas manos se encuentran, tan sólo la yema de los dedos, siento los suyos fríos, presionando.
   Sin demasiada prisa, pero con seguridad, retiro la mano, devolviéndola a su lugar original y, muy lentamente, me alejo del vidrio. Él se aleja a un tiempo, y nos vamos distanciando cada vez más, sin dejar de mirarnos, hasta que se convierte en un punto en la distancia. Hasta que dejo de existir para él, y él deja de existir para mí, y los dos seguimos nuestras vidas tratando de olvidar al ser que habita al otro lado del cristal.

Siéntate y espera

   Siéntate y espera, te dicen ellos.
   Siéntate y espera, es tu máxima ahora.
   Así que te sientas y esperas, sin nada más que hacer que no hacer nada. Empiezas a contar el tiempo. Ojalá hubieras cogido el reloj antes de que ellos te recogieran de casa esta mañana. Pierdes la cuenta. Empiezas a ponerte nervioso. Estás sentado en una silla de metal reluciente, bajo la luz blanca que se refleja en las también blancas paredes. A tus espaldas, un archivador de seis cajones, cada uno numerado hasta la docena. ¿Docenas de qué? No lo sabes; no te interesa. Sentarte y esperar, es lo que tienes que hacer.

   Pero pierdes la paciencia. Te levantas airado, decidido a rebuscar en los cajones. Sin ningún objetivo fijo, nada en concreto, quizá averiguar qué haces allí. Del primero al último, vacíos. Tarareas una melodía intentando ocultar tu nerviosismo. Pero no hay nadie a quien ocultárselo, salvo a ti mismo. Haces eso que has visto en películas, leído en libros. Te paseas arriba y abajo, cual león enjaulado. Llamas a alguien, quien sea; nadie contesta. Tratas de calmarte, enfocas la atención en otra cosa. Empiezas a pensar en comida y es entonces cuando te das cuenta de lo hambriento que estás. Sí, seguro que llevas horas aquí. ¿Qué hora será? Fuera de esta estéril habitación blanca debe ser de noche.

   Ya está. No aguantas más. Indignado, decides tomar las riendas de la situación, decides desobedecer sus órdenes y decides revolverte contra ellos, que te retienen allí. Ya no habrán más órdenes suyas. Cruzas la habitación con pasos rápidos y empujas la puerta.
   Está abierta.
   Sales.