domingo, 1 de junio de 2014

Historia de un remiendo

   Había varias razones por las que la gente acudía a mi sastrería.
   Cualquiera que pusiera algo de empeño podía aprender a coser almas; como a mí me gustaba decir, es fácil de aprender, e imposible de dominar. El problema era que la mayoría de la gente lo intentaba alguna vez, pero no solían hacerlo muy bien y la costura acababa siendo un estropicio que luego se descosía y en fin, había que empezar de nuevo. Y aparte de que coserse el alma a uno mismo era bastante incómodo (dadas la falta de visibilidad y otros impedimentos obvios cuando se trabaja con el propio cuerpo), era bastante doloroso, así que yo, sastre de almas, suavizaba todo el proceso.
   Me contaban su historia, los calmaba, los dormía y los arreglaba. Para eso tenían que confiar en mí, porque durante unas horas se dejaban en mis manos. Como yo sabía cuál era mi trabajo, y cuán embarazoso era acudir a un extraño, sólo les cobraba unas pocas canicas; lo justo para poder vivir y mantener mi modesto negocio. Por supuesto, no todos eran desconocidos. ¡Había gente que venía más de tres veces al año! Estos ya me eran prácticamente amigos y, aunque los regañaba por no haber tenido cuidado, siempre los ayudaba.
   Me gustaba mi oficio, así que no me tomaba muchas vacaciones, esto es, ninguna. La pequeña antesala y el cálido cuarto trasero donde realizaba mi tarea estaban siempre abiertos pues, pensaba yo, el dolor no descansa.

   Aquella noche, yo estaba muy cansado. Había cosido el alma de cuatro personas que me pagaron lo que pudieron y, ya enteros, se marcharon felices por la puerta. Poco después de que se fuera el último, mientras introducía el llavín en el cerrojo, cuando se acababa de oír el último de los sordos sonidos que la engrasada cerradura producía, el silencio fue roto por unos golpes suaves e intermitentes, casi imperceptibles, procedentes del ventanuco. Miré, algo sorprendido, y allí estaba ella.
    Al principio no la vi. Iba vestida de negro, tenía el pelo del mismo color, y su cara estaba casi oculta por las sombras. Mi primer impulso fue echar el cierre e irme pero, pensé, no era noble ni justo dejar a nadie en el frío de la noche, menos si era alguien necesitado de mi ayuda. Así que le abrí la puerta y le rogué con gestos que entrara, pues la vi temblar cuando la brisa recorrió la calle. Ella cruzó el umbral con pasos lentos, como si le costara tenerse en pie. Le ofrecí una butaca y se dejó caer pesadamente en ella, todavía sin decir nada. A la luz de mis candiles, pude analizarla.
    La piel de la cara era tersa y blanca como la nieve. Debe ser suave, pensé. Sus delicadas facciones estaban enmarcadas por una melena azabache, que le confería una belleza casi hipnótica.
   Reparé entonces en la pequeña bandolera que llevaba. La tomé en brazos y la subí a mi cama, y ella no opuso resistencia. La cubrí con mi manta y bajé a dormir en el taller.

   La que siguió fue una mañana de trabajo intranquilo. Por la tarde, la sastrería no estuvo abierta, y fui a ver cómo estaba. La hallé despierta y, al entrar, me miró con los ojos muy abiertos, asustados, temiendo que fuera a hacerle algún daño. Con palabras mansas y sosegadas, me acerqué, y le dije que quería ayudarla. Tan sólo asintió con la cabeza, bajando los párpados de nuevo. Se tumbó boca arriba, dejándome examinarla. Con cuidado, busqué la zona donde, sabía, encontraría su alma, pero sólo palpé un hueco.
   Horrorizado, busqué en su bolsa, y allí estaba. La saqué, y la sostuve sin aliento, anonadado por lo que tenía entre mis manos. Jamás había visto nada así.
   Estaba cubierta de magulladuras, cortes, y esquirlas de rojo cristal, y aun así... La mayoría de las almas eran de un solo color, y su tonalidad apenas variaba. Ésta cambiaba de color según le diera la luz, con tonos misteriosos que se movían  rápidamente, rizándose y creando ondulaciones en un fondo negro, para luego desvanecerse.
   Me dirigió una mirada suplicante. Comencé aquella misma noche.
   Sin descanso, quité astillas de vidrio carmesí, sané las heridas más profundas, curé los golpes y cosí los cortes de la piel y luego suavicé los roces del tiempo y el amor.

   Al alba del tercer día, había terminado. El alma desprendía un leve fulgor.
   Se la introduje con un cuidado reverencial, y abrió los ojos. Sonrió, y suspiró mientras una lágrima descendía por su mejilla.
   El alma se había apagado.

   Murió en mis brazos.

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