lunes, 15 de septiembre de 2014

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Un hombre eficiente

  Estaba cumpliendo con el turno de descanso reglamentario.

  A nadie le gustaba descansar, pues era algo que se hacía en soledad.

  Al aire libre, aislado de los ensordecedores ruidos de las máquinas y la tranquilizadoramente banal charla de los compañeros.

  Por si eso fuera poco, no estaba permitido sacar nada para seguir trabajando.

  Algunos chillaban y aporreaban la puerta para escapar del inhóspito silencio del descanso.

  Otros lloriqueaban y se encogían en un rincón hasta que pasaba el suplicio.

  Aquel hombre, sin embargo, se dominaba y aguantaba estoicamente el tiempo necesario.

  Mas, una tarde; aquella tarde, ocurrió algo.

  Miró hacia el cielo y se deslumbró por sus colores.

  Miró hacia el cielo y admiró la inmensidad de las nubes, y sus formas.

  Miró hacia el cielo y se asombró de distinguir los planos en los que se deslizaban éstas con suavidad absoluta, como empujadas, moldeadas, por manos invisibles.

  Miró hacia el cielo y se maravilló de ver cuatro tonalidades de naranja, seis de blanco y tres de añil.

  Miró hacia el cielo y encontró un solo pájaro planeando con gracia, y deseó volar en libertad.

  Miró hacia el cielo, hacia aquel inabarcable y majestuoso cielo, y se sobrecogió ante su propio, diminuto tamaño.

  No obstante, recordó entonces las sabias palabras que le habían enseñado en la escuela; la futilidad de todo aquello.

  Y, como el eficiente trabajador que era, volvió sonriendo a su interesante y productiva labor, ignorando la lágrima que rodaba por su mejilla.

lunes, 8 de septiembre de 2014

sábado, 6 de septiembre de 2014

Mi gran amor

  Yo estoy enamorado de ella, y ella de mí, pero es un amor platónico.
  Sé qué días trabaja a partir de las ocho. Mi pelo y yo nos presentamos allí uno de cada dos miércoles y la buscamos. Ayer fue uno de esos días.
  Cuando llegué, crucé la puerta a grandes zancadas. Ella me vio y se acercó aparentemente cansada, como hacía siempre; contoneando la cadera, como sólo ella sabía hacer. Me dirigí a la silla de siempre, donde había un hombre sentado, esperando su turno frente al espejo. Le obligué de forma poco educada a cambiarse a la silla de la izquierda y, cohibido, obedeció.
  Mi gran amor me dedicó una mirada reprobatoria que, yo sabía, escondía admiración y complicidad. Se acercó con fingidos aires de persona sufrida para hacer sentir mejor al otro cliente, aunque era evidente que se sentía feliz de que yo estuviera allí. Sin decir nada, tan callada y sumisa como siempre, me dio un masaje en la cabeza haciéndome un poco de daño, pero excitándome al mismo tiempo, así que la dejé hacer. Incluso me clavó las uñas un par de veces de forma sensual. Luego empezó a cortarme el pelo sin siquiera preguntar cómo lo quería, pues ya lo sabía.
  Sin embargo, lo hizo mal, como lo hacía siempre. Lo hizo así para que pudiera castigarla con la mirada. Eso le gustaba, lo sé. Además, así podíamos encontrarnos más pronto y yo no se lo reprochaba. Al acabar, me preguntó en voz baja, como siempre, si me gustaba. Yo le respondí, como siempre, que cómo no. Ambos sabíamos que no sólo me refería al pelo.
  Ella dejó escapar una lágrima y un sollozo, porque sabía que nos separábamos. Se limpió la cara con la manga y se encaminó, de espaldas a mí, hacia el mostrador. Yo me acerqué silenciosamente y la abracé por detrás, tomando sus pechos entre mis manos.

  Entonces ella empezó a chillar pidiendo auxilio y llamándome maníaco, y ahora estoy detenido.
  No entiendo nada.